- Rubén, vuelve, estoy aquí.
Una de aquellas tardes de jaqueca, mi madre sacando un colgante del bolsillo me dijo:
- Toma, esto es un obsequio para ti.
Al cogerlo, observé que era la figurita de un santo.
- Me resulta muy extraño, que no siendo creyente, me regales una imagen religiosa.
- Tienes razón pero San Cristóbal es el patrón de los viajeros, y quiero que lo lleves, porque creas o no, él siempre te conducirá de vuelta.
- ¿De vuelta de qué? Si yo no me he movido nunca de aquí. Y además, no pienso ir a ningún lado.
- Pobre Rubén, nunca te has separado de mí, pero no has estado conmigo jamás-. Cuando dijo eso, el corazón se me encogió de tal manera, que tiró de los resortes de mi cara cambiándola de expresión.
- No te aflijas hijo. Los seres humanos son como son: Unos son sedentarios, otros viajeros, los hay activos y pasivos, o los que están y no están. Y tú eres de esos últimos mi amor, no lo puedes evitar. Cuantas noches he deseado que fueras realmente de este mundo, pero es algo que está dentro tí. Cuando naciste, tenías un ojo de cada color y Nereida, la comadrona criolla que asistió tu parto, me dijo que si pasados tres días, no adquirían el mismo tono, serías capaz de vivir varias vidas en una.
Me puse el colgante y no me separé de él hasta que lo perdí en aquella oscuro asunto cerca de la frontera angoleña, y sentí tal angustia por ello, que en cuanto tuve ocasión me hice tatuar una imagen del santo en el mismo lugar en el que se alojaba el original.
Han pasado muchísimos años y muchísimas vicisitudes. Son incontables los viajes que he realizado, tanto de cuerpo como de alma, éstos últimos los más peligrosos si cabe. Pero no tengo miedo, puesto que me sigo aferrando a la imagen de San Cristóbal y sigo oyendo a mi madre en medio de la tormenta.
- Rubén hijo mío, vuelve, estoy aquí.