martes, 8 de marzo de 2011

Granville

I

En 1963, Granville era un sitio precioso con unas playas larguísimas, algo que en ese momento, un muerto de hambre como yo, no conseguía apreciar. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, bueno, en realidad sólo dos: tener un sitio dónde dormir y hacer, al menos, una comida caliente al día.


Seis meses antes, corría julio del 62, cuando el camionero que me recogió haciendo auto stop, sufrió un reventón a la entrada del pueblo, y como me pareció un sitio tan bueno como otro para pasar el verano, me instalé en uno de ésos bunkers que dejaron los alemanes por toda la costa atlántica; testigos mudos de una tragedia, y que por aquel entonces servían de refugio a contrabandistas, maleantes o a tipos desarrapados sin oficio ni beneficio, entre los cuales me contaba. No era un vagabundo, tampoco me podía considerar un pensador, tenía diecinueve años, huérfano de guerra y una vida que pasaba delante de mí como un tren que tenía que coger en marcha, pero nunca sabía cual era el momento idóneo. No era miedo, era algo que había dentro de mí que se revelaba y me decía: si eres un perdedor, o si de verdad deseas serlo, no lo lamentes, no intentes agarrar el tren, que la vida se pare para ti, o si no, a ver quién dura más.- Y es que cuando uno es joven, cualquier contrariedad se convierte en un episodio romántico. Nos creemos mas duros ante las circunstancias pero lo que hacemos en realidad es cargarnos de excusas que justifiquen años después un comportamiento miserable.

Bueno, pero volviendo a nuestra historia; después de acomodar mis escasas pertenencias en aquel chamizo de hormigón, me decidí a bajar dando un paseo hasta el pueblo, dispuesto a ofrecer mis servicios como experto en nada y aprendiz de todo, aunque eso sí, como decía el hermano Antoine en el orfanato: “Con una mano izquierda, muy a mi pesar, que dibujando no envidia nada al gran Jean Louis David”. Una mano izquierda que acabó limpiando las tazas turcas, de la taberna más mugrienta de todo Granville: Chez Lombard.

Cuando baje al pueblo, tras un par de infructuosos intentos de encontrar una ocupación que encajara con mis habilidades, alguien me dijo:- Ve a la taberna que hay en la Rue Des Vikings, no tiene perdida, toda esta calle abajo; la distinguirás por el olor, su especialidad es la sopa bullabesa. ¡Joder!, Nada más abrir la puerta del local una vaharada de olor nauseabundo me hizo recular, el sitio olía a una mezcla de queso rancio, pastis, vino y pescado pasado. Pero lo más curioso, era que aquel antro estaba atestado de parroquianos a los que no parecía afectarles el tufo. Su dueño, el Señor Daniel Lombard, me propuso trabajar de mozo, chico de la limpieza etc., desde las tres de la tarde hasta las 10 de la noche que cerraba, a cambio de la cena, algo de ropa y un puñado de francos que estimaría según mi valía. Teniendo en cuenta el estado de mis finanzas, aquello me pareció un regalo del cielo, sobre todo porque a modo de anticipo me endosó su famosa bullabesa, que aquel primer día me supo a gloría pero que tras varios meses de ingerir única y exclusivamente, lo consideré como una penitencia impuesta por una vida anterior dedicada a la gula y la glotonería.

Daniel Lombard era toda un personaje. Su cantina, llevaba abierta desde el año 36 y se comenta que durante el desembarco del 44, los mayores combates que se libraron en el pueblo, fueron los que se sucedieron en la taberna, al encontrarse Daniel a su mujer, y a un sargento americano de la 101 aerotransportada, ambos en cueros dentro de la carbonera y lo peor, era que el sargento no estaba tiznado de carbón, como pudo comprobarse 9 meses después. Corinne Lombard es una preciosa mulata de unos ojos tan verdes, como los de su madre, y que era conocida en el pueblo como “La del 101".

Chez Lombard es un local oscuro de paredes color verde mugriento, con desconchones y manchas varias que según su dueño son agujeros de balas alemanas y salpicaduras de sangre de miembros de la resistencia, que cayeron combatiendo por la libertad, pero en realidad un parroquiano me confesó que las manchas corresponden a una sopa bullabesa que se derramó hacia 1941, y no se ha limpiado desde entonces, en cuanto a los impactos de bala de los boches; durante el tiempo que estuve trabajando allí, pasaron de ser trece a veintiuno.

Limpiar el baño de los parroquianos era de por sí es una labor que requería gran presencia de ánimo, tanta como la que se necesitaba para preparar el pescado de la sopa, de cuya oscura procedencia daba fe ese camión que nos lo servía siempre de noche y a hurtadillas.

Hay que reconocer que el trabajo era una porquería. Probablemente pasado un primer momento, seguro que podía haber encontrado algo mejor, pero ninguno me hubiera permitido tener casi medio día para lo que más me gustaba hacer, tumbarme en la playa y mirar al cielo. No tenía pasado, no me importaba el futuro, a las tres de la tarde me iba a la taberna a quitar mierda, cenaba una sopa de mierda, y después a dormir y vuelta a empezar.
Hasta que un día pasó algo que me cambió la vida.

II

Tres meses después de mi llegada, al pueblo me encontré, un día que llegaba tarde a la taberna, un corrillo que departía acaloradamente con Lombard, delante de lo que pretendía ser un cartel, dibujado por él mismo, que aspiraba a representar las especialidades del local. Los parroquianos se partían de risa ante las enconadas explicaciones que daba el artista, por darle algo de lustre, acerca de lo que significaba cada dibujo.

- Venga Daniel , no me digas que eso es una lamprea, ¿y eso es un plato de caracoles? Más vale, que quites ese cartel, o vas a perder los pocos clientes que tienes…-

- Daniel, cuando vea tu hija como has dibujado lo que ella cocina, creo que vas a tener problemas.-

- Por ahí viene el chico, pídele opinión al chaval a ver que le parece.-

Yo no tenía mucho interés por opinar, la verdad es que me daba lo mismo. pero en ese momento sentí un brazo gigante que me rodeaba el cuello, a la vez que un vozarrón me atronaba al oído.

- Díselo Julien, tu que has visto mundo, dile a estos paletos si este cartel esta bien o no.

La cosa estaba difícil, hay que reconocer que era una absoluta porquería, pero desde el orfanato aprendí que no había que morder la mano que me daba de comer, aunque fuera sólo bullabesa, pero mi gran problema siempre ha sido que mi cabeza decía una cosa, y mi boca otra. Yo pensaba decir que sólo había que retocar alguna cosita, pero que en general era un buen cartel. Entonces abrí la boca…

- Está un poco flojo.

Una carcajada general de los parroquianos estalló al unísono. - ¡Qué está flojo Daniel! ¡Tu chaval te ha dicho que el cartel es una mierda!- Que vas a hacer ahora…

La cara de mi patrón pasaba del rojo al morado, y así sucesivamente. La verdad, es que me hubiera reído mucho, si no hubiera sido mi comentario el detonante ya que dejar en evidencia Lombard no era muy conveniente a mis intereses.

- Ahora lo va a pintar él – les dijo, y me miró con profundo odio a la vez que me tocaba la nariz con ese dedo índice que parecía un puerro.- Mañana quiero un cartel, y como sea “tan flojo” como éste, no te molestes en volver por aquí.

- En seguida me pongo al trabajo.-

- No, lo harás esta noche cuando termines, ahora ponte a limpiar. Pero recuerda que como lo que vea no me guste -. y señaló con el pulgar la puerta de la calle.

Este tipo me estaba hartando, era un jodido gordo grasiento y estafador, que se pasaba todo el tiempo hablando de la guerra y de los nazis que había matado. No del Tour, ni del tiempo, o de la independencia de Argelia, ni de su familia, sólo de la guerra y los putos boches. Además siempre pensó que yo era un vago inútil, que no tenía opinión y debía estarle eternamente agradecido por quitarle la mierda de su local, y luego comérmela en su sopa. Así que decidí darle una lección.

Cuando cerramos, Daniel consintió que me quedara a realizar el trabajo en la bodega. Al principio parecía que se iba a quedar toda la noche conmigo supervisándome, pero a eso de las doce, vencido por el sueño, decidió que lo más conveniente era subirse a dormir a su casa, situada en la planta de arriba de la taberna, eso sí, no sin antes repetirme la advertencia. Fue en ese momento cuando a mis anchas me puse a pintar un cartel que no sólo iba a dar un giro a mi vida en ese pueblo, sino a esta historia.

Al amanecer, ya lo había terminado, así que se lo dejé apoyado en la entrada y me fui a mi chamizo a descansar un rato. Aunque no había dormido en toda la noche, estaba eufórico. Hacía tiempo que no me había sentido igual, desde aquella ocasión que en Saint Pierre, el cura me pidió que le pintara a Jesús rodeado de sus discípulos en aquella pared de la capilla, ¡y ya ha llovido! Siempre me pasa lo mismo, es coger unos pinceles, o unas simples tizas de colores, y en cuanto mi mano se pone en marcha, todo lo demás pasa a un segundo plano. Eran las siete de la mañana, tenía hambre y frío, necesitaba un café pero era el hombre más feliz del mundo en ese momento. Cuando llegué al bunker me fumé un cigarro apoyado en una tronera y allí mismo arrullado por el sonido de las olas, y manchado de anaranjado amanecer, me quedé dormido.


A eso de las 11 de la mañana, empecé a oír entre sueños una voz que me llamaba a voces, era “La del 101” desde la entrada del bunker.

-¿Qué ocurre Corinne?

-Julien, dice mi Padre que venga conmigo a la taberna.

- Déme un par de minutos para que me lave un poco la cara y voy para allá.

El agua del cubo estaba fría, acababa de empezar octubre, y un espasmo me recorrió todo el cuerpo cuando me mojé la cabeza para atusarme un poco el pelo. En cuanto salí por la puerta, me encontré a la mulata, que subida a unas peñas, que me hacía gestos con la mano.

- Dése prisa, Julien, que mi padre se impacienta. - Se dio la vuelta y empezó a trotar con gran agilidad por las piedras, que limitaban la playa, y yo me quedaba rezagado a propósito con el único fin de admirar su estupenda figura.

Una de las veces que me puse a su altura la pregunté:

- ¿Por qué en tres meses que llevo trabajando con su padre, ésta es la primera vez que me dirige la palabra?.-

- Mi padre no quería que hablara con usted porque era un muerto de hambre, pero hoy me hadicho que ya lo puedo hacer pusto que ahora le cree un poco artista y él admira mucho a los artistas.- Pese a que en lo referente a ser un muerto de hambre tenía razón, me sentí tan herido por la evidencia que no tuve más remedio que responder a tal comentario con otro mucho más punzante, por decirlo suavemente.

- O sea, que según su padre, ya no soy un muerto de hambre ¿cuál de los dos ha dicho eso, el tabernero o el paracaidista?

Corinne se paró en seco y su mirada, cargada de reproche y dolor, hizo que me sintiera como el ser más repulsivo del mundo, acto seguido, prosiguió su camino y no volvió a dirigirme la palabra en mucho tiempo. En justicia, hay que decir que no fui especialmente rápido en disculparme, no era orgullo sino todo lo contrario. No sabía como acercarme a ella y hablarle de mi deplorable comportamiento al intentar herirle con algo que se saltaba todas las reglas del decoro.

Llegando a la taberna, me encontré con el mismo panorama que el día anterior, salvo que esta vez los parroquianos estaban arremolinados alrededor del cartel y comentaban muy circunspectos. Cuando se dieron cuenta de mi presencia, se hicieron a un lado, y allí estaba el Señor. Lombard que me esperaba, con un semblante mezcla de asombro, indignación y respeto a partes iguales.

- Ya me podías haber dicho que tú sabías hacer esto.

- Nunca me preguntó.

- Eres un artista muchacho, no ha habido nadie que pasara por delante de la taberna y no se parara a admirar tu obra. Si hasta Buchard el carnicero ha preguntado y cuando se ha enterado que tú eras el autor, ha dicho que vayas a hablar con él que también quiere uno así.

- ¡Daniel Lombard, eres un mentiroso!- todos a la vez volvimos la mirada hacia el viejo Hugues, que estaba sentado delante de la taberna -. Cuando Bouchard ha preguntado quien era el artista, le has contestado que tú lo habías pintado, menos mal que estaba yo aquí para advertirle.
- Viejo chivato, nunca has podido estar callado, ¡cuántos buenos patriotas habrán muerto durante la guerra por tu enorme bocaza!

- Gordo gilipollas, si no estuviera medio ciego te ibas a enterar de lo que es un buen patriota - y dicho esto se puso en pie dando bastonazos a diestro y siniestro, lo que provocó un barullo que aprovechó el señor Bouchard para cogerme amigablemente del brazo y pasarme al interior del local.

La verdad es que me sentía abrumado. De la noche a la mañana había pasado de ser un muerto de hambre a hombre de confianza de mi patrón, y todo por un simple cartel de un metro cincuenta por uno, pintado en unas pocas horas. Es terrible que nuestra felicidad, o nuestra desdicha, dependa de cosas tan nimias como ésa
Esa tarde me convertí en la atracción de Chez Lombard. Su dueño estaba eufórico, estuvo toda la velada fuera de la barra departiendo con los parroquianos. A modo de reconciliación, invitó a unos tragos al viejo Hugues, que seguía refunfuñando sobre los buenos patriotas y que cuando su nuera se lo llevó trastabillando, bien entrada la noche, todavía se le oía chillar - Yo en el 17 mataba a los boches con la picha.
 Por mi parte, estuve hasta la hora del cierre, detrás de la barra, sirviendo, y de charla con los clientes.

Para mi vergüenza, Corinne no salió de la cocina, como habitualmente hacía, para coger algo que necesitaba de la barra o respirar el aire fresco de la calle
.

La tarde todavía me depararía otra sorpresa. El señor Lombard había estado consultando con su mujer, la posibilidad ofrecerme una habitación libre, que tenían en el piso de arriba, en alquiler, como no. Pero mi queridísimo y amabilísimo patrón había pensado en una forma de pago, que a su modo de ver iba a ser la más beneficiosa para ambos. Me propuso decorarle el local de tal manera que sus paredes se convirtieran en unos estupendos lienzos sobre los que yo volcara mi creatividad. Ese detalle, unido a unas pequeñas reformas, iban a hacer que Chez Lombard, pasara de ser un tugurio maloliente, a un acogedor restaurante de la costa.

-Tú que vives en la playa, te habrás dado cuenta, que cada vez viene gente a bañarse, tomar el sol y a pasar un día al pueblo, y si tienen hambre, ¡que vengan a tomar una bullabesa a mi restaurante, y además que contemplen tus pinturas.

Hube de reconocer que tenía razón. Danielle Lombard No era un tipo excesivamente brillante, pero olfato para encontrar dinero no le faltaba, además, la perspectiva de pasar el invierno en un bunker de hormigón expuesto a los elementos y durmiendo en un catre de paja, no era nada halagüeña; pero si estaba dispuesto a aceptar no sólo era por dormir caliente, sino por la posibilidad que se me presentaba de hacer algo que me gustaba y me permitía dar lo mejor de mí.

- ¿ Y qué vamos a hacer con los impactos de bala y la sangre de los patriotas que hay en las paredes?- pregunté con maledicencia.

El señor Lombard cojió aire, infló los carrillos, y miró alrededor suyo – Bueno, tampoco se puede ser siempre un nostálgico, y sinceramente en este preciso momento, ya no sabría distinguir si esa mancha de la pared es de sangre o de sopa.

Intente hacerme el indeciso.

- Además de la habitación, va incluido el desayuno, la comida y la cena.


- Pero más bullabesa no, se lo suplico – le dije mientras me ponía de rodillas ante Danielle, en actitud suplicante.


- Ja ja ja, eres un cachondo Julien, ¿Dónde vas a comer mejor bullabesa que ésta?



“En el infierno” pensé.


III


Hasta bien entrado diciembre, el local estuvo cerrado para poder realizar todas las reformas que su dueño había considerado pertinentes, y alguna que otra “sugerencia” que yo me atreví a proponerle. La idea de ser parte de un proyecto y no ser un mero observador, fue una inyección de ánimo para mí. En las primeras jornadas me concentré en trabajar sobre unas ideas que fueran lo suficientemente buenas para plasmarlas en las paredes del local. Durante varios días me dediqué a pasear por el pueblo y la playa, buscando inspiración y tratando de encontrar algún detalle lo suficientemente bueno para representarlo, lo cual aumentaba el júbilo del señor Lombard, frente la animosidad que crecía en Mireille, su mujer, que me consideraba responsable de la locura en la que había incurrido su marido al cerrar el negocio tanto tiempo para su mejora, un camino inevitable hacia la ruina, y así se lo hacia saber todas las noches en unas interminables discusiones que oía con claridad desde que me instalé en la habitación que tan “amablemente” me habían ofrecido. Además, Mireille había encontrado un aliado en Corinne y ambas urdieron la mejor venganza sobre mí de la mejor manera que sabían: el menú. Como yo siempre cenaba o almorzaba más tarde que el señor Lombard y su familia, cuando llegaba a la mesa siempre tenia una plato caliente ¡como no!, de bullabesa, o la nuevas variante de tortura culinaria, Lamprea en salsa.


Durante el tiempo que duró la reforma, Mireille, se negó a bajar a ver los progresos de las obras. Eso supuso para mí, un respiro, ya que era el único momento del día en el que me sentía libre de sus acusaciones de oportunista y embaucador. Yo me dedicaba a mi trabajo de decorar las paredes y ayudar al Lombard en lo que me requería.

Él estaba encantado de cómo progresaban las obras. Siempre estaba de un lado para otro trayendo ladrillos, poniendo maderas, ayudando a los albañiles o abroncando al vago de Paulo, el carpintero, que nunca llegaba a su hora. Era una faceta del mi patrón que no conocía. Siempre le había visto pasear su encorvado porte cansino, proyectando aquella mirada espesa que ralentizaba todo a su paso; y ahora, el brillo de sus ojos y la energía que se desprendía su actitud, causaba en mí una honda impresión, que me llevó a sentir por él afecto y admiración, un poco sólo, pero más que lo que le tenía antes.

Por mi parte, empecé a trabajar, tan pronto como los albañiles consiguieron, no sin esfuerzo alisar las paredes del local. Para añadir más misterio e intimidad, coloqué delante de las paredes unas sábanas a modo de cortinas para evitar cualquier deterioro, e intromisión, aunque la del señor Lombard era inevitable. Pronto comencé a trasladar los bocetos que tenía, a la pared. Al principio con cierta aprensión, lo reconozco, pero a medida que iba encontrándole el punto al trabajo, éste fluía cada vez con mayor facilidad, para regocijo mío, y lo que al principio estimé en un mes, se acabó convirtiendo en algo de no más de tres semanas. Además, el poco tiempo libre que me dejaba mi tarea, lo dediqué a hacer el cartel que quería Boucher, el carnicero, y que aumentó mi pequeña provisión de francos.

El 12 de diciembre de 1963, Chez Lombard volvía a abrir sus puertas. Para asombro de todos, cuando ese día los parroquianos fueron invitados a pasar descubrieron que no había nada de la taberna que ellos conocieron. A lo mejor, la disposición de las cosas era mas o menos similar, pero las mesas ya no eran cuadradas sino redondas, y con un pequeño mantel de cuadros rojos y blanco. En la pared norte seguía estando la barra, ¡Pero qué barra!, se había sustituido por una de madera pulida con una superficie de mármol blanco. Con dos brillantes grifos para la cerveza; detrás, una hilera de botellas de vermut, pastis y vino competían con la enorme cafetera de latón y todo eses conjunto prácticamente descansaba sobre la fina arena de la playa que pinté en esa pared. La pared sur, tenia pintado un bosque de olmos sobre una fina niebla matutina, que permitía ver con nitidez, los árboles más cercanos. En la pared este hice un pequeño homenaje al primer lugar en el que dormí: aquel bunker desde el cual, si me asomaba, y podía ver el mar chocando contra las rocas.

Ante el asombro y la admiración de todos, la familia Lombard, al completo estaba encantada. Un par de días antes, claudicando ante los ruegos del señor Lombard y míos, Mireille accedió contemplar el resultado de las obras, y lo que vió le complació tanto que desde ese momento cambió por completo la idea que tenía de su marido, por supuesto, también de mí y de una manera resolutiva, tomo la batuta bajo el pretexto de que era el momento en el que más se necesitaba una mano femenina e instó, o mejor, ordenó prácticamente a Corinne que bajara y compartiera ese momento de gloria con ella, así a partir de ahí, y para la indignación de mi patrón, fuimos relegados y sólo éramos imprescindibles si el esfuerzo lo requería. Daba gusto verles a los tres con una sonrisa de oreja a oreja, recibiendo la enhorabuena de sus convecinos. No se parecían en nada a las tres personas con las que me encontré a mi llegada al pueblo. Ahora alrededor de sus amigos y clientes parecía que aquellas personas, que en su momento habían sido la mofa y la comidilla de los demás, habían adquirido una buena dosis de respetabilidad. Corinne, que pocas veces dejaba ver fuera de la cocina, servía las mesas junto a su madre, que nunca se le había visto ni siquiera asomarse a la taberna de su marido. - Por lo menos desde julio de 45-. Acerté a oir a un parroquiano. Y Lombard, que no cabía en sí de satisfacción, no paraba invitar a sus incondicionales.

Al día siguiente, fui el primero en bajar a la taberna. Me sentía bastante cansado de la jornada anterior, aunque me apetecía estar allí sólo y tomarme un café de esa flamante máquina de latón, coronada por un águila de alas extendidas. Abrí la puerta del local y cuando me disponía a disfrutar del “expresso” apoyado en el quicio de la puerta, Un Citröen negro, bastante antiguo, se paró delante de mí. Del asiento del conductor bajó un señor muy circunspecto, auque con aspecto de ratón. Con toda celeridad abrió la puerta izquierda de los pasajeros dejando aparecer a una señora de unos sesenta años embutida en un abrigo de pieles que tenia el aspecto de ser bastante caro y pasado de moda. Fumaba esos cigarros finos y alargados que suelen verse en las películas a las novias de los gangsters. Cuando estuvo a un metro de mí me miró de arriba abajo.

- ¿Es usted el chaval de Daniel?


- Si se refiere a si soy su hijo…


- No se moleste en darme explicaciones joven, conozco a Daniel lo suficiente para saber quien es su familia. He venido porque Bouchar le ha comentado a mi ayudante Reneé – señalando con su mano al señor que le acompañaba, y que me saludó con un breve gesto de cabeza. – Que la misma persona que le ha pintado el cartel de la entrada, ha decorado las paredes de este sitio- y pronuncio sííííítiiio dándole un tono de repugnancia como si dijera “mierda–” o “heeecess”, a la vez que intentaba mirar por encima de mi hombro con aire de incredulidad.


Odio a aquellas personas que esgrimiendo nada más que su edad, se permiten el gusto de ser groseras con los demás, por eso, me planté delante de la puerta impidiéndola el paso so pretexto de no ser todavía la hora de apertura, pero dio lo mismo, porque de un empujón me apartó y se metió dentro.

(Continuará)

1 comentario: