martes, 1 de marzo de 2011

El Naufrago de la M-40


Vivimos como soñamos, solos (Joseph Conrad)
El hombre solitario es una bestia o un dios (Aristóteles)


Allí estaba yo, tirado en una cuneta de la M-40, con mi coche echando humo, mi seguro de asistencia caducado y el móvil en casa. Encima sin poderme mover de una isleta en medio de una autopista, aislada por un río de colores borrosos de día y luminoso de noche.
Mis primeras horas fueron terribles, la situación se tornaba por momentos, surrealista, Kafkiana: nadie se paraba para poder cruzar, nadie venia a socorrerme, increíble.
Afortunadamente, no me iba a faltar de comer en los primeros momentos, puesto que venía del hiper cuando todo sucedió. Al menos tenía cereales, leche y una buena cantidad de tomates, (un hecho que me tuvo intrigados los meses siguientes, fue el de la aparición de tomateras, justo en el sitio que usaba de letrina.
Las horas se tornaban en días éstos en semanas, y así sucesivamente. Llegué a un punto en el que perdí, no sólo la noción del tiempo, sino la esperanza de salir de allí. Pero como el ser humano se adapta o muere, conseguí concebir esta situación como un reto a la supervivencia y al ingenio. De la lluvia conseguía el agua que necesitaba, y con los restos de mi coche y la basura que allí se acumulaba, me construí una cabaña. Así, poco a poco, tomé conciencia de mi nueva situación. Rodeado de velocidad y exiliado del mundo por un muro de progreso, aprendí el significado de la palabra soledad, pero también el de libertad. Era libre en mi pequeña isla de asfalto. Como un Robinsón del siglo XXI, así me adapté a las condiciones que el destino me imponía.
El bramido de los coches ya no me aturdía, era como el rumor de un arroyo para el que vive en un bosque y mi piel había adquirido un color grisáceo muy similar al del asfalto, además estaba el hecho de no encontrar ya ese aire irrespirable.
Con el paso del tiempo me sentía tan a gusto en mi isla, que cuando la Guardia Civil paró, me vio y llamó a una ambulancia para recogerme; sólo me pudieron sacar de allí sedado y con una camisa de fuerza.
Ahora, en el sanatorio, rodeado de caras para mí olvidadas, sumergido en un silencio que me daña los oídos y respirando un aire limpio que me asfixia, reflexiono sobre éstos últimos meses vividos en tan extrañas circunstancias, y una pregunta me impide dormir por las noches: ¿Cómo estarán las tomateras?

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